viernes, 2 de enero de 2009

15-09-08 Barcelona - Nazaret


Después del viaje en autocar, procedente de Andorra, vía la Seu d’Urgell y Guissona, nosotros, unos peregrinos del siglo XXI, hemos llegado al aeropuerto de Barcelona con nuestros celulares portátiles y alejados de las austeridades de los que nos precedieron en la misión en tiempos pretéritos.

El grupo de peregrinos está compuesto por cerca de 50 almas de Andorra, la Seu d’Urgell, el Poal, Les, Bellver de Cerdanya, Barcelona, Vielha, Reus, Corbera del Llobregat, Manresa, Escaldes – Engordany, Encamp, Olvan, Rubí y Sant Julià de Lòria. El destino: Tierra Santa, en el actual estado de Israel.

Pero regresemos otra vez al aeropuerto. La marea humana que se ve en este lugar, ha desaparecido en el momento de la facturación de los equipajes. El personal de tierra de la compañía hebrea EL-AL toma muchísimas medidas de seguridad contra posibles atentados terroristas, por esta razón ha sometido a los presentes a un amistoso, pero riguroso y largo cuestionario. En mi caso ha estado más largo que el resto de compañeros, el motivo debe ser el aspecto semita de mis facciones.

La chica / agente del personal de tierra que me entrevistaba, morena i con unos ojos hipnotizadores, sin dejar de perder su sonrisa de anuncio de dentrífico, me ha preguntado cuales eran los motivos de mi viaje, qué quería hacer en su país y si tenía amigos en él. También me ha preguntado si conocía los miembros del grupo si conocía los lugares que visitaré. Vaya, todo sea en nombre de la seguridad…

¿No visitarás Tel Aviv? – Me ha preguntado la azafata hebrea.

No, se trata de un peregrinaje. – Le he respondido.

Qué mala suerte.

Si tú me invitas, seguro que volveré. – Le he respondido.

Su gracia ha resultado impresionante, del mismo nivel que sus sospechas hacia mi persona, por este motivo habrá anotado en hebreo una cosa incomprensible para mis ojos y que la chica que me ha despachado después, la que realmente me ha facturado el equipaje y atorgado el asiento en el avión, ha entendido perfectamente. Por esta razón me ha colocado en un lugar como el que me ha tocado sentarme. Más abajo volveré a hablar de esto.

El viaje ha resultado largo, cerca de 4 horas, pero nada comparado con el que sufrieron los peregrinos de épocas pasadas, como los del medievo, o el glosado poeta i religioso catalán, el padre Jacinto Verdaguer, conocido como mosén Cinto. Que realizó hasta Tierra Santa el viaje en barco desde Barcelona.

Si le sacamos los sustos provocados por las turbulencias, el avión es un medio de transporte moderno y positivo por su velocidad, efectividad y en el caso de esta compañía, puntualidad. Un viaje que hubiese sido corto por gente de otras épocas pero que ha resultado largo para nosotros, los seres humanos del siglo XXI, demasiado acostumbrados a las prisas, los horarios i el estrés de las jornadas laborales.

El asiento que me ha adjudicado la azafata de tierra estaba situado entre dos otros butacones, ocupados por dos israelitas que parecían salir de un cuartel militar. Han sido cuatro horas eternas de viaje en las cuales he intentado comer un poco mientras practicaba yoga, o beber café sin tener que salpicar el hebreo espartano sentado en mi derecha. Este señor me ha mostrado su adscripción a la familia de Abraham al subir al avión, cuando se ha metido en la cabeza un tipo de boina muy pequeña, sujetada por dos clips, como los que se compran en las mercerías de antaño y lucen aún las tías solteronas y las abuelitas. Más adelante me han recordado su nombre: kipá.

Ah! ¡Me descuidaba de decíroslo! La mayoría de los cerca de cincuenta peregrinos del Obispado de Urgell y de otros lugares de la cristianísima Catalunya son mujeres que tendrán entre cincuenta y sesenta primaveras, todas repletas de una alegría mediterránea, típica del matriarcado catalán, llenas de optimismo y como no, de mucha bondad.

Llegada a Tel Aviv, ciudad que no visitaremos por su modernidad y por el hecho que no es bíblica. Según nos comenta el padre Sàrries, el organizador del peregrinaje, la población sólo tiene una centena de años.

Cuando hemos salido del aeropuerto, aún nos han esperado más colas, ésta vez por el visado el pasaporte. He esperado pacientemente media hora en una cola múltiple que parecía tener el destino en unas cabinas, como las de teléfonos, pero habitadas por unas funcionarias de inmigración israelitas. A mi me ha tocado el gordo, como el del sorteo de lotería, pero en femenino, la gorda, y no por su aspecto físico, si no por su mal carácter. La señora uniformada y seria me ha preguntado por el tiempo que me quería quedar en su país. Vaya, esto me ha aparecido entender.

Mi respuesta, incomprensible, pues apenas hablo inglés, ha provocado cierto menosprecio en la mirada de la militarizada hebrea, que con un gesto muy marcial con el puño, ha estampado el matasellos en mi pasaporte. Hasta el día de hoy, creía que esta desfachatez funcionarial era típica de ciertos lugares de la vieja y decadente Europa.

El viaje en autocar des del Aeropuerto Ben Gurion, el nombre está dedicado a un líder nacionalista judío, hacia nuestro destino, Nazaret, según ha comentado el padre Sàrries, tenía que durar dos horillas, pero un embotellamiento de tráfico, otra exportación europea, lo ha fastidiado todo. El viaje ha durado medía hora más de lo previsto y en nuestra situación de cansancio, ha resultado eterna.

El alargamiento de la duración ha tenido su parte positiva, pues nos ha permitido escuchar una buena lección de historia de este territorio por parte del padre Sàrries.

Mientras el cura ha comentado como nació el actual estado de Israel, por nuestras ventanas ha aparecido un muro de hormigón y cemento, que por lo que sabemos, aísla la población árabe de la israelita. Se trata de un país con un territorio dual, esta podría ser la primera impresión de Israel, un lugar donde viven dos pueblos, con dos ideas diferentes del territorio, con dos culturas opuestas pero complementadas: una de idealista, nacida de los pioneros del sionismo del siglo XIX y XX, que como si fuesen boy-scouts empezaron a transformar unos pantanos en tierras aptas para unas cosechas espléndidas; y la otra de más realista, que sobrevive mirando un futuro incierto, sin dejar de hablar la lengua árabe.

Mientras una parte del territorio parece bien cultivada, ordenada y con urbanizaciones salidas del centro de Europa; la otra se caracteriza por unas casas, la mayoría sin acabar, construidas con grandes bloques de hormigón, con terrazas en lugar de tejados, con grandes ventanales y muchas antenas parabólicas. Todos los vecindarios están presididos por unos esbeltos minaretes y las casas parecen estar dispuestas aleatoriamente encima de cerros y en el fondo de los valles, en calles descuidadas, sucias y estrechas, que contrastan con los barrios germanizados de los judíos. Muchas de las zonas pobladas por los árabes parecen estar rellenas de este espíritu mediterráneo que se nos pega a todos los vecinos del Mare Nostrum.

La noche nos ha alcanzado en la entrada del Valle de Jez Rael, desde donde nos hemos dirigido con el bus hasta una sierra llena de colinas, serpenteadas por la carretera en una de sus vertientes. Encima de una de estas montañas nos esperaba Nazaret, una hermosa ciudad árabe que se encuentra dentro de territorio israelita, caótica en su forma, pero con mejor nivel de vida que las que restan en el otro lado del muro de hormigón y de las alambradas, las cuales constituyen un estrato descriptivo más patético. Éstas últimas, las de la Intifada, aún se pueden subdividir en otras series, hasta llegar a las poblaciones de la Franja de Gaza, todo un honor al desastre.

En Nazaret nos alojaremos durante unos días en el seminario melquita, un edificio que parece construido en la década de los años sesenta del siglo XX. La casa no honra a su nombre, hoy subsiste como un hostal de peregrinos y como un colegio de enseñamiento secundario.

Antes de cenar, he salido a dar una vuelta por las inmediaciones y para tirar cuatro fotos a Nazaret, que en tiempos de Jesús era una aldea, pero que ahora, a juzgar por su urbanismo, parece más un barrio del extrarradio de Barcelona.

La oscura noche del Ramadá, presidida por la luna llena, me ha querido mostrar los cantos que salían de la megafonía de los minaretes de las mezquitas. Alá es grande, dicen, pero si se me permite, después de haber oído los cantos a la oración, puedo afirmar que es impresionante.
 
Free counter and web stats