sábado, 12 de diciembre de 2009

18-09-2008

En estos precisos instantes, faltando poco para que llegue la medianoche y el día cambie de fecha, me encuentro escribiendo esta nota desde mi habitación del Hotel Knights de Jerusalén, que se encuentra ubicado en una de las alas del palacio del patriarcado latino, situado en el barrio cristiano de la Ciudad Santa, a pocos metros de la muralla de época otomana que la rodea.

Aunque mis fuerzas mengüen y me encuentre en un punto cercano al desfallecimiento por somnolencia, os tengo que relatar de manera digesta el itinerario del peregrinaje del día de hoy, que nos ha conducido de Galilea a Judea.

De buena mañana hemos salido con el autocar de Nazaret. A los pocos kilómetros de recorrido hemos bajado hacia la depresión conocida como el valle de Ezrael, una ancha planicie que se extiende más allá del sur de las montañas de la Baja Galilea. El primer destino ha sido el monte Tabor, el cual se nos ha presentado muy madrugador, en uno de los lados de la depresión.

Mosén Sàrries nos ha comentado que el monte Tabor tiene la misma silueta que el dibujo de una montaña por parte de un escolar de maternal, y la verdad sea dicha, no se ha equivocado en nada.

Situados a los pies del gigante Tabor, el bus se ha parado en un apeadero, dónde hemos tenido que tomar unos taxis que nos han conducido hacia la cima. El apeadero tiene los elementos típicos de los lugares destinados al mercado turístico: el tenderete de recuerdos, el pequeño bar y unos retretes.

Más que taxis, se trata de unas furgonetas, similares al servicio que se presta en lugares cercanos a mi tierra, como el Parque Nacional de Aigüestortes. En un caso y en el otro, estamos delante de la presencia de un monopolio creado sobre una necesidad.

La carretera del monte Tabor, por cierto, muy estrecha, antes de llegar a la cumbre, serpentea por la ladera, tomando grandes pendientes y avistando un amplio y inmenso paisaje.

El monte Tabor es el lugar de la transfiguración, guardado también por franciscanos, dónde Jesús habló con Moisés y Isaías, en presencia de los apóstoles Pedro, Jaime y Juan.

La misa diaria ha sido oficiada por uno de los curas que acompaña el grupo, se trata del padre Elio, el cual nos ha hecho vibrar con una homilía que relacionaba el sentido de la montaña, Tabor, con el de pueblo y el mensaje de Dios.

La iglesia del monte Tabor, se conoce como la de la Transfiguración, es de planta moderna, del siglo XIX, construida encima de un templo anterior, de época bizantina, como no podía ser de otra manera.

Después de la misa y de disfrutar de los paisajes que ofrece el lugar, hemos tomado el camino de retorno a la planicie, para desplazarnos a un tell, el del Muggarit, el Agamenón del Apocalipsis.

Situado a unos kilómetros del Tabor, Muggarit es un tell de cimientos cananeos, que está construido en 20 estratos diferentes, el último de los cuales se corresponde a la época del rey Salomón, el mismo que construyó el primer templo de Jerusalén.
La aridez de este lugar, que contrasta con el verde de los cultivos próximos, y el bochorno, parecen dar un aspecto místico y tenebroso a este tell, antigua fortificación real.

Por unos instantes me he imaginado la última gran batalla que se librará entre las fuerzas del bien y del mal, cuando llegue el fin de los tiempos.

En la cima del tell, un gran orificio marca la entrada de un pozo que conecta la ciudadela con el mundo exterior a través de una galería. Este antiguo túnel ha sido nuestra vía armoniosa de escape de este seco paraje, inhóspito y de alto contenido escatológico. Cuando lo atravesábamos, con miedo de no resbalar con los húmedos peldaños, uno de los peregrinos ha comentado que estábamos bajando a los mismos infiernos. Suerte que sabíamos que había una salida, no me imaginaba en ningún momento formar parte de una escena escatológica del fin de los tiempos.

El túnel, que traviesa la ciudadela y las murallas por el suelo, forma parte del antiguo sistema de abastecimiento de agua, por cierto muy ingenioso y práctico. El agua proviene aún de una fuente enterrada se dirige hasta el fondo del pozo, en el interior de la ciudadela. En época antigua, el túnel estaba siempre inundado de agua y los enemigos, que sitiaban Muggarit desconocían su existencia.

Quien sí ha visto el fin del mundo ha sido una de las componentes femeninas del grupo, que por lo visto, se ha perdido en una de las típicas tiendas de recuerdos situadas en la entrada del tell. La señora ha vivido unos momentos angustiosos, pues se creía que la habíamos abandonado. La pobre mujer, que sólo habla castellano, no podía comunicarse con nadie. Tampoco disponía de ningún número de teléfono de los miembros del grupo, pero si de una amiga de Andorra, a la cual ha llamado, informándola de la situación. Al cabo de un instante esta amiga se ha comunicado telefónicamente con uno de los religiosos del grupo. Tecnología.

Dejando el fin del mundo y la destrucción del tell, hemos tomado de nuevo el autocar, para visitar otro monte, el Carmelo, el de verdad, y no el agujereado barrio de Barcelona.

En este diario me hubiese gustado glosar el dietario del poeta catalán mosén Cinto Verdaguer, con sus mismas palabras y descripciones, pero lo siento: no poseo su arte fino y su aserenada escritura.

Pero seguro que de vivir hoy, el Carmelo no hubiese inspirado nada al cura catalán, pues se ha convertido en un barrio de portuaria ciudad de Haifa. La iglesia del Carmen ya no es un lugar de retiro y de meditación, en la actualidad se asemeja más a la parroquia de una ciudad industrial, como esas que se encuentran en el extrarradio de Barcelona.

Aunque los exteriores no eran muy evocadores, en el Carmen se come muy bien. Los carmelitanos y las carmelitanas del lugar nos han repartido un buen manjar: un plato de sopa de primero –a pesar del calor siempre va bien- i una extensa ración de pechuga de pavo de segundo.

El templo, que es de inspiración neoclásica, se construyó a mediados del siglo XX. Su interior consta de un altar elevado, donde se encuentra una imagen de la Virgen del Carmen, y otra de más hundido, donde se venera una imagen del profeta Elías.

Del Carmelo urbanizado hemos tomado con el autocar una ruta que nos ha conducido hacia el sur, siguiendo la costa y pasando por Cesárea Marítima, la capital de la Palestina romana, el lugar donde Poncio Pilato tenía su palacio. Esta ciudad fue construida por orden de Herodes el infanticida. En su interior fue detenido San Pablo, y sus murallas fueron destruidas por los persas y recompuestas por los cruzados del rey San Luís, el de Francia.

El calor y el bochorno nos han ablandado el cuerpo y la circulación sanguínea. Durante todo el día he andado con los pies hinchados, pero por la tarde la cosa ha empeorado.

De la ciudad me gustaría destacar un monumento, el restaurado y reconstruido teatro. Mosén Sàrries nos ha explicado cuales eran los principales elementos y partes del lugar, y también nos ha señalado el lugar donde murió Herodes, el infanticida: se trata del palco, hoy convertido en un espacio ocupado por los técnicos de sonido de los diferentes espectáculos que se organizan en el teatro.


Después de la parada en Cesárea hemos tomado el camino hacia Jerusalén, el cual nos ha conducido desde el mar hasta la montaña, a través de un paseo agradable y aplacible. A medida que nos hemos acercado a la ciudad santa, el tráfico ha ido aumentando. La carretera parece trepar por la montaña, hasta que de pronto, ya en la cima, divisamos los barrios periféricos de la capital de Judá. Estos parecen situarse en lo alto, como si fuesen atalayas, centinelas expectantes de los enemigos. De hecho, estos conglomerados urbanos no son más que vecindarios que albergan a millares de judíos que han regresado aquí, desde todos los puntos cardinales del planeta. Su misión no es otra que la de judaizar más esta región, próxima a la zona de administración árabe. Los barrios y asentamientos conforman un núcleo urbano inmenso, que parece cabalgar encima de las sierras y de las montañas, penetrando en el territorio ganado durante la Guerra de los Seis Días.

Los prototipos de hebreos parecen repetirse en todos lados. Esta visión me ha recordado el comentario de un judío, que de visita a nuestra región, me dijo que dónde se viesen dos judíos, siempre se encontrarían dos sinagogas.

Me ha gustado contemplar la visión de los hebreos ultra ortodoxos, sus movimientos infantiles, con sus largas barbas y patillas en forma de tirabuzones. Muchos llevan unos largos abrigos negros que les llegan a las rodillas, heredados de la larga diáspora centroeuropea. La calor imperante parece no ser un escullo en el porte de esta ropa. Llevan trajes de corte clásico, oscuros, con unas hilaturas que bajan por debajo de las americanas. Su cabeza, muchas veces, aparece cubierta por un ancho sombrero, también oscuro, o en caso contrario, nos sorprende con una kipá. Otros individuos, que parecen llevar el mismo atuendo de moda, coronan su cabeza con un sombrero de cierta inspiración eslava, parecido a los de Rusia. Por lo menos, la forma lo parece. También se parece a la de un rosco de reyes.

Jerusalén es una ciudad oriental, o igual es mediterránea, o quién sabe, podría ser también europea ¿Y ella misma? Eso. Jerusalén es ella, la ciudad de las tres religiones monoteístas.

Finalmente hemos llegado al hotel, fugazmente, pues sólo hemos tenido tiempo de depositar las maletas en las alcobas. El anochecer nos ha anunciado la hora de cenar.

Después de la comida nocturna, el grupo se ha dirigido en autocar hasta Belén, para visitar una cooperativa de artesanos cristianos que se dedican a la venda de recuerdos, la mayoría de madera de olivo.
Belén es hoy un suburbio de Jerusalén. Situada a pocos kilómetros al sur de la ciudad santa, es necesario para visitarla, penetrar el muro de seguridad israelí, el cual se levanta, delante de nuestros ojos, en la mitad de la carretera.

Este obstáculo ha provocado la creación de un nuevo itinerario que se abre paso al lado de una garita de vigilancia, lugar donde se puede ver un letrero trilingüe y en tres alfabetos. El panel nos informa de la obligatoriedad de llevar el pasaporte y de la prohibición de los israelitas en adentrarse en esta zona. Después de la garita, la carretera vira hacia la derecha, travesando el muro, protegido por otra garita más, que resguarda el puesto del control de pasaportes. Impresionante. La policía militarizada que no ha dejado de vigilar el autobús, nos ha dado permiso para poder pasar hacia Belén.

Belén no parece una ciudad fea, parece más bonita que Nazaret, por ejemplo, las calles no son tan empinadas. Esta es mi primera impresión de esta otra ciudad santa. En este caso, para los cristianos.
La cooperativa cristiana, que se sitúa en la calle principal, es una nave industrial repleta de cruces, pesebres, rosarios, imaginería de todo tipo, y otros objetos destinados a la venta, a los turistas y a los peregrinos.

Una señora que hablaba español, y que parecía ser la responsable de la cooperativa, se ha dado cuenta de mi interés en unas piezas de iconografía religiosa oriental. Un interés no orientado a su compra, pues mis bolsillos no están para tanto gasto. Entrando en conversación, la señora me ha enseñado una colección iconográfica situada en un lugar más apartado que el resto de piezas de la cooperativa. Yo ya le he comentado que no tengo dinero, y tampoco ganas de comprar una. En este lugar, la mujer ha aprovechado para preguntarme de dónde éramos. Esto ha significado explicarle que del obispado de San Ermengol, de Cataluña y de Andorra.

Bueno, ya para terminar, y con la compra de objetos religiosos en territorio controlado por la Autoridad Nacional Palestina, me despido de todos vosotros.

Antes de dormir, saco la cabeza por la ventana. Qué belleza.

Buenas noches.

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